En breve comenzamos la cuaresma. Y es ocasión para mirarnos por dentro, personal e institucionalmente.
Nos vemos, en nuestra vida cristiana, con la mirada puesta ante nuestro pecado personal que atañe a nuestras relaciones diarias, a nuestro trabajo o a nuestra implicación por el Reino. Cada uno se percata que no actúa todo lo bien que quisiera. En medio de nuestra vida, se cierne el mal y muchas veces nos acompaña durante años y queremos luchar contra él todo lo posible, con la fuerza de la presencia de Jesús. Gracias a Dios, podemos encontrar la misericordia de Dios que incluso nos perdona en lo más íntimo de nuestro ser. Nos acoge como un Padre maternal. Celebra nuestra vuelta a casa (Lucas 15, 24).
Junto al pecado personal, en los últimos tiempos, con toda la Iglesia, nos vemos frente a un espejo que nos muestra la necesidad de conversión. Cuando el pecado es institucional, sea poco o sea mucho, se levantan muchas más alarmas. Se trata de una cultura organizativa que se ha dejado llevar por el silencio, la lentitud y la falta de acogida y reparación a las víctimas, así como la falta de mecanismos para poder apartar y curar a los agresores. Todo ello nos deja un nudo en el corazón por el amor que sentimos a la Misión de la Iglesia y por la limitación tan grande en la respuesta. Nos sentimos lejos de Jesucristo que vino a curar y atender al que estaba caído, al pequeño y al frágil. Somos como los discípulos que abandonan a Jesús cuando todos se han vuelto contra él (Marcos 14, 50).
En medio de este pecado, personal e institucional, que puede, en algunos casos llegar a ser delito, tratamos de mirar cómo responder evangélicamente. Ahora, Dios nos invita a mirarnos desde el realismo y desde la fragilidad, también institucional. El Señor nos invita a una conversión que debe tocar nuestras formas de proceder y de actuar. La Iglesia, con el Papa Francisco ahora y con nuestros obispos, nos invitan a ello y deseamos seguir proclamando el Evangelio que no es nuestro y que no se mide por nuestra débil respuesta. Este Evangelio parte de Jesús y solo en él puede poner su roca firme. Nosotros somos portadores de un tesoro en vasijas de barro (2 Co 4,7) y pedimos a Dios que ese tesoro nos haga reaccionar y cambiar con honestidad, valentía y transparencia. Toda la Iglesia estamos llamados a ello.
Antonio España, SJ