Celebrar nuestra propia «Storta» en este momento de incertidumbre

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La fiesta de San Ignacio de Loyola nos ayuda, una vez más, a recordar nuestra identidad ignaciana más profunda. En un momento de incertidumbre por la pandemia, la política, el populismo, la debacle económica, el nihilismo y también por nuestras propias debilidades y pecados, nos encontramos en un momento de transformación global, análogo al que pudo vivir Ignacio en el siglo XVI con epidemias, guerras en Europa, capitalismo incipiente, expansión colonial, renacimiento cultural, reforma luterana y las incoherencias y escándalos eclesiásticos del momento. Esa identidad profunda se resume en que lo interior de cada uno es mayor que lo exterior, sea la imagen, el lugar social, los códigos culturales o el fracaso. Ignacio recorre un camino hacia dentro, hacia su verdad más profunda inundada por la presencia de Dios.

En ese itinerario, casi al final de su recorrido, Ignacio tuvo la experiencia peculiar en La Storta. El 15 de noviembre de 1537, junto a la vía Cassia, nuestro santo vive una confirmación interna cuando las circunstancias externas podrían llevar a la incertidumbre y la inseguridad. Se trata de una certeza en la que Dios Padre lo coloca con su Hijo, que va con la cruz. Situarse junto a Jesús es orientarse y comprometerse con la vida de los crucificados. Es unir una percepción interior profunda con una acción hacia fuera encarnada en los primeros compañeros y la misión que iban intuyendo por delante.

Para Ignacio, y para muchos santos de la historia, lo interior es mayor que lo exterior. Lo que nos pasa cada día y, en el caso de Ignacio, la sensación de inseguridad en su viaje a Roma por estar en el aire la aceptación o no de su grupo en la Iglesia o las tensiones que podrían experimentar, son el marco desde donde pide “ser puesto con el Hijo”. Es lo que pedimos en los Ejercicios, “ser puestos bajo su bandera” en las múltiples posibilidades en la que cada persona que se expone a Dios. No hay seguridad externa pero sí espiritual y psicológica que le compromete a una misión desconocida en ese momento y que nosotros, hoy, vemos realizada en varios siglos de Compañía de Jesús. Cada uno hemos de volver a pedir “ser puestos con el Hijo” para delinear el camino que Dios nos pide para nuestra vida.

Esta confirmación interior no encierra Ignacio en su propia experiencia, en su núcleo más cerrado, en lo limitado de la propia Iglesia. Es un místico que acaba siempre en la acción o ayudando a otros a ella. Sus últimos años sin moverse de Roma como General son, paradójicamente, los más fecundos en irradiación de la misión. Lo interior le abre al mundo desde la consolación, la confianza y la claridad pero sin respuestas pre-establecidas o cocinadas. Se trata de un punto de llegada y de partida, un final y un principio, una meta y una salida. Como comenta Nadal, “Ignacio seguía al espíritu, no se le adelantaba. Y de ese modo era conducido con suavidad adonde no sabía”.

Ojalá que la fiesta de San Ignacio nos ayude a celebrar nuestra propia “Storta” y no una memoria del pasado, una gloria de la que enorgullecerse o una historia bonita que contar. Celebrar esta vida nos abre la posibilidad de una experiencia constante del Espíritu, en lo hondo de nuestro ser, desde las perplejidades de la vida hacia un itinerario donde Dios se sigue comunicando y expresando, siempre de forma nueva, siempre de forma creativa, siempre hacia los lugares donde está el Hijo hoy viviendo entre nosotros.

Antonio J. España Sánchez SJ

2020 07 31

(San Ignacio por Francisco Jover y Casanova, siglo XIX, Museo del Prado, Madrid.)

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